miércoles, septiembre 28, 2011

Cada Historia



Cuando me llegó la propuesta, casi no podía creermelo. Sabía que Ángela tenía algo que ver en que esa oferta hubiese llegado hasta mi mesa, pero no entraba entre mis planes matar a mi secretaria. Al fin y al cabo, era la única mujer que había permanecido constante en mi vida durante los últimos diez años. Aparte de mi madre claro esta. Tal vez debería regalarle un viaje para ella y para su marido como agradecimiento algún día... a ella por aguantarme, y a él por entenderlo.

Pero me estoy desviando.

Desde que terminé mis estudios, me había dedicado a algo muy simple: estudiar que mejoras tenían que hacer las empresas para mejorar su productividad. Generalmente me contrataban empresas pequeñas que no querían desaparecer o, más a menudo, empresas grandes que acababan de absorber a una pequeña y necesitaban que su inversión fuese rentable.

De hecho la oferta que tenía ahora era de una de las mayores empresas del país, una con la que había trabajado varias veces y que seguía siendo una empresa líder porque estaba dispuesta a pagar tarifas como la mia para ser la número uno. Y no era para auditarlos a ellos precisamente... sino al mayor marrón que había visto nunca en toda mi vida.

Este marrón en concreto era uno de tamaño descomunal. Feo. Asqueroso. Poco rentable. Uno de esos marrones que hace que te preguntes como demonios ha conseguido funcionar durante tanto tiempo. La respuesta, obviamente, es que de puertas para fuera nadie sabe como de marrón es. Ni como apesta una vez que empiezas a rebuscar un poco.

Era un marrón tal que, para cualquier otro, probablemente hubiese pasado desapercibido. Habría hasta disimulado. Y no es que mi competencia sea tal que pueda detectar estos marrones donde mis colegas no pueden, no. Es que había estado trabajando en ese marrón todos los veranos desde que tuve edad legal para trabajar hasta que me fui de casa de mis padres. Por eso sabía lo mal que funcionaba.

Pero eso no era lo peor.

Lo peor era que ese marrón exigía que pasase varios meses, como mínimo, en mi ciudad natal. El lugar donde había pasado los mejores, y peores, momentos de mi vida. Donde vivía ella.

Sabía, por mis padres, que ya tiene un hijo. Y que seguía casada con el vendedor de coches usados, realmente era el jefe de comerciales del marrón pero siempre me recuerda a un vendedor de coches usados por su manera de ser, de su marido. No me dan demasiados detalles... y no es que yo los pida, la verdad. Sencillamente surge el tema cuando pregunto por sus padres. Es lo que ocurre cuando pasé gran parte de mi infancia y mi adolescencia con ellos.

Sin embargo, pese a todo, la oportunidad era demasiado buena como para rechazarla. Ahora me alegro de no haber cedido ante mis instintos de salir a gritar a mi secretaria que no quería volver a ver ese dossier jamás. Entonces lo más coherente que supe hacer fue golpear la mesa tan fuerte que me rompí dos nudillos. Sutileza es mi segundo nombre, que siempre dice mi madre.

Dos semanas más tarde estaba saliendo de un avión y abrazando a mis padres en el aeropuerto. No habían querido oír de que me quedase en un hotel o en un piso alquilado. Al menos esperaba no volver a sentirme en plena adolescencia, con toques de queda y similares. No empezaba el trabajo hasta el día siguiente, de manera que cuando llegué a la casa me concentré en hacer algo muy importante: dormir. Y, entonces, ocurrió lo que siempre había pasado hasta que ella decidió alejarse de mi.

Me despertó unos minutos después de que hubiese conseguido dormirme.

Abrí los ojos, buscando mis gafas a ciegas por la mesita, mientras oía como pedía disculpas por despertarme. Después de todo eran las seis de la tarde y no se esperaba que estuviese durmiendo tan pronto. Como si no me conociese... aunque dicen que la gente cambia con el tiempo.

- No te preocupes,- le dije.- No es la primera vez que me despiertas de la siesta.
- Cierto,- contestó visiblemente incomoda.- Pero no era así como esperaba que volviesemos a hablar después de tanto tiempo.- ante eso no pude evitar encogerme de hombros mientras me incorporaba, todavía en pijama.
- No soy yo quien no estaba nunca en casa ni contestaba a tus llamadas.- Mi respuesta fue bastante brusca, cosa de la que me arrepentí incluso antes de ver su expresión herida.- Lo siento. Eso ha estado fuera de lugar.- era mentira y ella lo sabía tan bien como yo. Pero todavía me quedaba la suficiente dignidad como para fingir que lo sentía. Al fin y al cabo, no quería que supiese que me había roto el corazón y, sin embargo, seguía poseyéndolo.- ¿Qué es lo que querías?.- pregunté con un tono, esperaba, más amable.
- Me dijeron mis padres que habías vuelto y...- levanté una ceja mientras hablaba. No era la primera vez que había vuelto a la ciudad, pero sí la primera que ella intentaba hablar conmigo desde aquel día.- había pensado que podríamos ir a tomar algo. Por los viejos tiempos.
- ¿Por los viejos tiempos?- hasta yo podía escuchar perfectamente la incredulidad en mi voz. Y la ira. Nunca se me ha dado bien disimular la ira.
- Alex, por favor.- el tono de su voz me dijo que algo no iba bien.- Te necesito.

Y con esas dos palabras me desinflé.

Sabía, por lo que todo el mundo me había dicho, que no era feliz. Pero nunca creí que estuviese tan desesperada como para acudir a mi pidiendo ayuda. Sobretodo teniendo en cuenta el tipo de persona en quien me había convertido. O, tal vez, no hubiese cambiado tanto... puesto que con esas dos palabras me tenía ya a su lado, abrazándola mientras derramaba las lágrimas que ya no podía contener.

Pero eso ya es otra historia.

Finis.

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